miércoles, 24 de enero de 2018

Ana Frank y Pierre Menard, autor del Quijote







Ana Frank y Pierre Menard, autor del Quijote


El Diario de Ana Frank, escrito entre 1942 y 1944 y publicado por su padre en 1947, es uno de los textos más leídos en el mundo entero, junto con la Biblia y el Quijote. Según las diversas fuentes, habría sido traducido a sesenta o setenta idiomas, y figura en los programas de los estudios secundarios de casi todos los países europeos.


Resulta impactante por lo bien escrito, por la madurez y la profundidad de pensamiento de una niña de sólo trece años cuando comienza (y termina, lamentablemente, a los 15). No es vano conjeturar, como diría Borges, que hubiera sido una gran escritora. Es más: lo fue.


Su Diario es el relato pormenorizado de la convivencia de dos familias judías y un amigo (ocho en total) escondidas en un espacio muy reducido, al que Ana denominó “el anexo”. Es un testimonio histórico de la barbarie nazi, del encierro y del terror, de la dificultad de la convivencia, de cierta mezquindad infaltable (el dentista), también de mucha generosidad (el padre), de las espinosas relaciones entre madre e hija mujer, del amor incipiente en una adolescente, de la eclosión de la sexualidad, de la mirada crítica del mundo.


También es un precioso documento periodístico (Ana había decidido ser periodista y escritora) del minuto a minuto de Holanda ocupada, con los bombardeos, las escuchas clandestinas de las radios, la escasez de alimentos, de ropa, de elementos de primera necesidad. Testimonia, asimismo, la fulgurante belleza de la solidaridad de los protectores.


Es imposible leer el Diario ignorando lo que le sucedió después. Dicho conocimiento es un componente propio de la lectura, y aquí quiero detenerme. Hay tantas novelas autobiográficas, diarios, correspondencia de escritores, que se leen antes o después de conocer sus obras. Pero el marco de lectura del Diario de Ana Frank, precisamente, es su violento e inesperado final. Inesperado, sí, porque Ana no deja de planear su futuro todo el tiempo, creyéndose al abrigo de las garras asesinas. Este dato fundamental, su muerte en un campo de exterminio,  resignifica sus palabras de un modo absoluto.


Pensemos en “Pierre Menard, autor del Quijote”. Si hacemos el ejercicio de suponer que la vida de Ana Frank no fue aplastada brutalmente a los quince años, la lectura cambia.  Es lo que Borges quiso decir: en otro contexto, las mismas palabras serían el testimonio de un episodio doloroso vivido por la escritora que habría sido.


El ejercicio propuesto por Borges en su cuento-ensayo “Pierre Menard, autor del Quijote” es, además de la exposición de una teoría de la lectura y de la recepción, una humorada. Que un escritor del siglo XX se proponga ser Miguel de Cervantes Saavedra, que hable el castellano del siglo XVII, etc., es tan desopilante como fantástico e increíble.


Dejemos de lado la dimensión humorística del texto borgeano, para focalizar las condiciones del marco de lectura. Supongamos, entonces, no ya un planteo fantástico humorístico de un pedante ridículo francés que quiere ser Cervantes: supongamos un avatar posible: que las dos familias no fueran delatadas. Supongamos, por consiguiente, que Ana se salvó. Sigamos suponiendo que llega a ser la periodista y escritora que proyectaba ser. Y si las dos familias se salvaron, seguimos suponiendo con bastante fundamento, que Ana se convierte en periodista y escritora (o sigue siéndolo, puesto que en su Diario lo fue).


En sus líneas se observa a una joven impetuosa, inteligente, atrevida, muy independiente de pensamiento. No dudo en afirmar que habría llegado a ser una gran escritora, o como mínimo una buena escritora,  pues prometía. Tanto es así que, cuando se la llevaron, no sólo se encontró su Diario sino también doce cuentos y una novela inconclusa.


Qué distinto valor tendrían sus sueños si realmente Ana hubiera cumplido con sus otros proyectos (digo “otros” proyectos, pues es una escritora, como lo confirma el impacto mundial de su Diario). Si Ana Frank no hubiera sucumbido y si hubiera llevado adelante la carrera planificada, entonces el Diario hubiera sido un material valioso para iluminar la vida y obra de una escritora (hoy, si viviera, tendría 88 años) que vivió, de joven,  dos años en la clandestinidad. Se leería de un modo totalmente distinto, y sobre todo con otra emoción. Se leería con indignación y pesadumbre, pero sobre todo con alegría, con la alegría propia de la salvación. Prescindamos también del hecho de que Ana planificaba escribir una novela llamada El anexo basándose en su Diario cuando Holanda fuera liberada de los nazis.


Pero la emoción preponderante que acompaña al lector del Diario es dolor, aunque también admiración y ternura. A cada paso, con cada hallazgo, uno no puede dejar de lamentar su muerte y de maldecir a sus delatores.


El condicionamiento de esta lectura por el marco situacional único en el que se inscribe en las letras universales es un ejemplo magnífico de la teoría de la recepción postulada por Borges en su Pierre Menard. Vale la pena hacer el ejercicio.

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